No toda ayuda alcanza su fin. Hay muchos profesionales que no escuchan o tal vez no sepan escuchar. Por eso, mientras parece que escuchan lo que la otra persona les cuenta, no lo hacen. Toman con toda atención la información que el otro les facilita, pero no para ponerse en su lugar, comprender al otro y sentir en la propia carne sus sentimientos, angustias y preocupaciones, tal y como esa persona los experimenta.
Con la información que obtienen comienzan a
articular sus propias teorías y dan su consejo: “tú lo que tienes que hacer
es...”
Sin embargo no han sentido, ni experimentado, ni compartido ninguno de los sufrimientos ajenos.
Sin embargo no han sentido, ni experimentado, ni compartido ninguno de los sufrimientos ajenos.
Escuchar es embeberse en la intimidad del
otro dejando fuera, por un momento, la propia.
Escuchar es poner el acento en el otro y no en el propio yo.
Escuchar no es pensar lo que en esa ocasión parece más conveniente decir.
Para escuchar no hay que decir nada. A la escucha le sobra con su propio esfuerzo.
Escuchar exige que nuestro yo se ponga entre paréntesis, porque lo único que en verdad importa -en esos momentos - es lo que el otro dice, cómo lo dice y qué experimenta cuando lo cuenta: si se siente comprendido y descansa o no.
Escuchar es olvidarse de uno mismo y tratar
de ser, por un momento, el otro con
todas sus circunstancias, sin que ni éstas ni aquellas sean juzgadas.
Escuchar es acoger lo que el otro dice, hacerlo nuestro, interiorizarlo, para desde allí hacerse cargo de lo que al otro le pasa y poder así ayudarle mejor. Esto se llama compasión.
Ayudar a la autoestima de estas personas exige en primer lugar que los escuchemos.